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“vieja, ¿te
das cuenta
de cómo nos
va a cambiar
la vida?”
Para Antonio, era una cuestión de sobrevivencia. Ya se habían
marchado los viejos buenos tiempos en que abastecían de carne,
huevos, cereales y verduras a los mineros de Puerto Sánchez y
Cristal, vecinos prósperos que hasta mediados de los ochenta le
dieron vida a esta zona del lago General Carrera.
Con la muerte de las faenas, la partida de los lugareños era cosa de
tiempo. Sin ingresos, fueron muchos en Murta los que decidieron
irse. “Hubo temporadas en que se marcharon hasta treinta
familias. Entonces, era evidente que el pueblo se estaba muriendo”,
dice Antonio.
Alejarse sonaba demasiado parecido a arrancarse. En la mayoría
de los casos, era inevitable. El mismo Antonio tuvo que dejar Murta
siendo apenas un niño. En esos años, eramuy difícil estudiar, porque
había que cruzar hacia la escuela del pueblo viejo, que estaba
justo entre los ríos Resbalón y Murta. Y no había puente. Como una
maldición irremediable, cada invierno, con las crecidas, quedaban
incomunicados. “A los siete años me mandaron a estudiar a Chile
Chico, a un internado, sin conocer a nadie. Fue terrible. Pero mis
papás sabían que era la única manera que tenía de superarme”,
recuerda Antonio.
Aunque quiso, el camino quedó inconcluso. Estaba en segundo
medio cuando lo llamaron para hacer el Servicio Militar, en Punta
Arenas. En esos dos años, sus hermanos menores lo pillaron en
los estudios. Entonces, sus padres decidieron que Antonio mejor se
dedicara al campo y que no terminara.
No tenían nada. Ni tierra, ni casa, ni cama. Contracorriente, como
suelen remar los enamorados, Antonio y Brígida se casaron antes
de cumplir los 20 y se juraron amor eterno en una casa que más
bien era un borrador de algo que no había empezado a construirse.
Con lo que pudieron ahorrar del trabajo de doce horas diarias en