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Hasta antes de la llegada de la conectividad, en Bahía Murta hablar

con los que se habían ido era un lujo rebuscado. Como todos en el

pueblo, cuando Antonio Quiroz quería saber las novedades de su

familia o necesitaba cerrar un trato en su negocio de ganado y leña

debía hacerse el ánimo para ponerse en la fila en el único centro

de llamados del pueblo. “Era incómodo, era lento, era caro, no había

privacidad, porque eran unas casetas donde se escuchaba todo. Me

comunicaba con mis hijas o con mis clientes y estaban todos con

una oreja metida en las conversaciones. Entonces, tenía que hablar

en clave”, dice.

La gente se emocionó al escuchar

las voces lejanas de algún

familiar.

en piyama y con su mujer aferrada del brazo, gritándole a los

murteños para que tomaran el celular y llamaran a quien quisieran.

Los dedos temblorosos de la gente les obedecieron y se emocionaron

al escuchar las voces lejanas de algún familiar que hacía años había

dejado esas tierras y del que sólo tenían novedades a destiempo, a

través de cartas, llamadas breves por teléfono público o telegramas.

La procesión duró hasta la noche. Antonio recuerda que regresó a

la casa entumido y que volvió a telefonear a sus hijas, repartidas

entre Santiago, Temuco y Antofagasta, esta vez para desearles que

durmieran bien, cualquier cosa nos avisan y hablamos mañana,

aunque ya habían agotado todo lo que tenían que decirse.

También se acuerda que esa noche, al acostarse, le apretó la mano

a Brígida, bien fuerte – “vieja, ¿te das cuenta de cómo nos va a

cambiar la vida?”– y que le costó quedarse dormido.