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adornar, pero no se me produjo ninguna conexión. Sin estudios, yo

ya sentía que podía lograr la figura perfecta. No me hizo sentido

que fuera la cuna del arte. Para mí era la cuna de la escultura”, dice.

Entonces, aunque lo tentaron con quedarse, duró apenas tres

meses. No le llegaban señales. No había nada que lo conectara.

Pero lo peor es que no tenía respuesta para esa pregunta que lo

desvivió en todo ese tiempo: ¿Dónde encontrar un cerro como

en Nirivilo?

Además de las esculturas,

Alejandro da clases de comuni-

cación humana, junto a una de

sus hijas.

Nirivilo

consume un

promedio

de

70

mil

minutos de

llamadas a

la semana

Al volver, se dedicó a hacer clases en la Universidad de Talca y juntó

plata hasta que pudo comprarse el cerro donde había nacido. Las

conexiones volvieron. Levantó su casa, su taller y una bóveda donde

la energía se le presenta sin medida.

A menudo llegan estudiantes de arquitectura que lo contactan a su

mail para que les cuente su trabajo. Y él les habla con las manos

(“el arte no se enseña, se muestra”), que se mueven solas cuando

toman las herramientas y arremeten contra los troncos.

En dos meses es capaz de levantar una figura, trabajando ocho

horas al día. Cuando pierde las fuerzas, levanta el piano que está

entre el taller y la casa y le da unos golpes a las notas graves.

Cuando lo hace, cierra los ojos por un segundo, por diez, por veinte.

Al abrirlos, se le ve otra cara, como si viniera de muy lejos. “Si

me sacan de acá, me muero”, dice, mirando en círculo, apuntando

al cerro.