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unos cuantos bidones de agua a medio llenar, arena, palas y lo que

sirviera para ayudar al carro bomba del pueblo que quién sabe si

estaba cargado.

Apenas entraron a la bahía, los hombres se tiraron al mar apurando

el paso. El fuego ya se había comido unamanzana completa y seguía

con hambre, amenazando con subir por las calles empinadas, por

donde el carro de los bomberos –cargado esa misma mañana

como prueba de que los dioses existen– habría tenido que hacer

mil maniobras para poder acomodarse.

Por fortuna, no hubo muertos, pero el incendio aprovechó las

tejuelas, las casas de madera, las bencinas y las pinturas guardadas

en cualquier parte, para arrasar con cuatro cuadras enteras.

Bernardita (o más bien Berna, porque acá en Puerto Aguirre todo

el mundo se conoce por el apodo) no se olvida de esa noche, como

tampoco con los años se ha olvidado de los otros incendios en

Fueel silenciodeesamadrugadael que trajo–nítidos,interminables–

los gritos desde el otro lado de la isla. También el humo. También el

fuego. El incendio en Puerto Aguirre se había desatado con esa furia

vengativa que castiga los descuidos y los convierte en la desgracia

que podría haberse evitado. En ese tiempo, Bernardita Barrientos

vivía en Caleta Andrade, en ese otro lado de la isla donde los gritos,

la humareda y las llamas se veían mezclándose en el cielo negro

del invierno, demasiado cerca, a pesar de los tres kilómetros que la

separaban de la tragedia.

Esa noche, Julio César Gallardo, su marido, estaba de turno en el

internado del colegio y recién se enteró del alboroto cuando su

mujer y varios vecinos le golpearon la puerta una, dos, mil veces,

¡despierta Checho, despierta, hay que sacar el bote, hay que ir a

Aguirre, hay que apagar ese incendio!

Con más gente de lo debido y con menos de lo querido, el bote

de Checho zarpó proa bien arriba hacia Puerto Aguirre, llevando

Bernardita Barrientos, dueña de una pensión en Puerto Aguirre,

región de Aysén