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Alejandro pudo quedarse en

Roma. Pero no encontró la

conexión que sí tenía en su cerro

en Nirivilo.

Este escultor no

usa bosquejos para

tallar. “Todo está en

mi cabeza”, dice.

Y es entonces cuando se acuerda de la historia que le contó su

madre, tantos años ya, mientras lo miraba, mientras lloraba.

Al tercer día de haber nacido, Alejandro Augusto Cáceres Tejos

recibió su primera visita lejana. Desde Linares, el párroco de la

ciudad llegó hasta la casa patronal para comunicarle a la madre de

Alejandro que él iba a ser su padrino de bautismo. La mujer quedó

extrañada, pero no tanto como con el pedido siguiente: “Déjame

solo con el niño”, le dijo el cura.

Casi una hora después, ella entró a la pieza y lo encontró de rodillas

junto a la cuna, con las manos alzadas, sudando, transformado. “En

este niño viene algo muy especial, así que cuídenlo mucho. No le

digan nada hasta que sea grande”, fue la recomendación.

Por eso, cuando el niño de siete años entró al comedor con el Cristo

recién hecho, la madre lo entendió como una predestinación.

Tras ganar un concurso de esculturas en la UC de Talca, en 1978,

Alejandro terminó por convencer al resto de la familia, tomó su

nombre artístico y unos años más tarde viajó a Italia para ver

en qué nivel estaba, considerando que ya desde entonces era

un autodidacta. “Italia era muy atractivo en términos figurativos.

Siempre ha sido la perfección en el dominio de la forma, pero nunca

pude conectarme con que esas esculturas fueran obras de arte. Yo

decía ‘qué lindo lo que hacen’, porque eran figuras bonitas, para