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El lazo con la tierra ya era potente. Mientras la familia

empujaba el arado, Alejandro tomaba un puñado de greda y

se arrancaba al cerro. ¡Alejandroooo!, le gritaban para que

volviera y déjese de leseras, mire que querer ser artista, pero

Alejandro ya estaba lejos, arriba del cerro, y ya no escuchaba.

El resto era inspiración o, como él mismo lo llama, dejar que las

manos hablaran.

La primera vez que esas manos hablaron en serio fue a los siete

años. Ya no era otro de esos dibujos que deslumbraban a los

profesores en la escuela sino que esa tarde esas mismas manos

entraron embarradas al comedor de la casa patronal sosteniendo

un rostro de Cristo recién moldeado y que parecía estar a punto

de hablar. Su mamá lo miró y lloró, o fue al revés. Alejandro no lo

recuerda. Sólo sabe que se sentó junto a él, mirándolo, llorando, y

le empezó a contar la historia.

Nirivilo vivía en silencio. Después de siglo y medio, la oficina del

correo cerró hace seis años por falta de recursos. Entonces, hasta

para enviar una carta había que viajar a Talca. Lo mismo si había

que trasladar a un enfermo, o para casarse, o para comprar el

uniforme del colegio, o para cualquier trámite que no se pudiera

hacer en el pueblo, que en realidad eran todos. Si alguien quería

comunicarse con otra localidad debía encomendarse para que la

radio del retén de Carabineros en el pueblo estuviese funcionando.

De lo contrario, había que sentarse y esperar, como ocurrió para el

terremoto del 2010, que los dejó a oscuras, sin agua y con las viejas

casonas de adobe más muertas que vivas.

Por eso, cuando la conectividad llegó cuatro años, Nirivilo sacó el

habla. Apareció en los mapas para mostrar los atractivos de sus dos

calles entierradas, el caserón aún en pie en el que Isabel Riquelme

crió a Bernardo O’Higgins, la iglesia donde lo bautizaron y, arriba del

cerro, la casa circular hecha de adobe donde Alejandro de Nirivilo

talla unos enormes troncos, según las formas que le dicta su cabeza.