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Por años, la antena parabólica del padre Ronchi fue la única

manera de la caleta de saber qué diablos pasaba más allá de

sus narices. Era la conexión con el mundo. Más bien, con una

ínfima parte del mundo, porque había un pequeño problema:

por más que lo movieran de lado a lado, el aparato sólo captaba

canales mexicanos.

En el pueblo estaban agradecidos, pero preocupados. Los niños ya

no hablaban como chilenos. El de al lado no era amigo sino “carnal”,

cuando se sorprendían decían “híjole” y a fin de mes los padres no

hablaban de la falta de plata, sino de “lana”.

“cuando había

un enfermo,

y salíamos

de la isla,

avisábamos

por

telegrama”

El ritmo de pesca acabó con

el mar. Entonces, aparecieron

los candados, la decepción y la

cesantía.

Con ese velo indulgente que la vida le pone a los recuerdos, ahora

Rosalba se ríe. “Tenían ese acento, entonces cuando fue tantísimo

así, nos asustamos, porque no sabíamos nada de Chile. Casi no

éramos chilenos”.

El miedo era cosa sería. Cuando alguien se enfermaba y había que

salir de la isla se mandaba un telegrama hasta Aysén, para que

alguien se apiadara y pudiera ver a qué médico llevarlo. El mensaje

llegaba en dos días. Con suerte en uno. Muchas veces llegó primero

el paciente que el recado. La otra manera común era avisar por la

radio Santa María de Coyhaique y esperar que el destinatario, en el

momento en que se emitía el anuncio, estuviera justo escuchando,

justo atento.

A Rosalba no le entraba en la cabeza que fuera tan difícil estar

comunicado. “Sin saber lo que pasaba, sentía que estaba

paralizada. Había que hacer algo para tener una comunicación más

rápida”, dice.