101
en Chaihuín
se usan en
promedio
24
mil
minutos de
llamadas a
la semana
tocado hasta las fibras: lo que estas cuatro mujeres pretendían era
rescatar una costumbre indígena que parecía desterrada. Ellas
nunca habían recibido la tradición de sus ancestros, preocupados
por mandarlas a estudiar a la escuela y esperando que fuera allí
donde les mostraran sus raíces.
A los pocos días, con palos y planchas de zinc, los maridos y
parientes bajaron de los cerros para ayudarlas a levantar el local,
instalado sobre los terrenos del abuelo de las Navarro con vista al
mar. Ya lo habían hecho un par de años antes, cuando al grupo de
chaihuininas se les había ocurrido armar una ramada dieciochera.
Esa vez también montaron todo a puro pulso. Cocinaban con sus
ollas, servían en sus platos, y cuando terminaban de preparar el
menú ellas mismas atendían las mesas. Mientras las fondas abrían
en la noche, ellas lo hacían de día. Negocio redondo. No dieron
abasto. Al año siguiente, repitieron el capricho y hasta una banda
de músicos se trajeron de Valdivia.
El éxito las hizo pensar en serio. Fue entonces cuando Margarita
junto a María Salomé Navarro, ya fallecida, tenían muy claro
que lo suyo era rescatar los platos típicos mapuches, que lo
suyo era funcionar como si fueran una orquesta, que lo suyo
era juntar las manos del grupo y, por fin, tener su propio y
anhelado restorán.
Las mil manos rugosas de Margarita Huala están, literalmente,
en su salsa. Una y otra vez, y al mismo tiempo, agarra una pizca
de aliño, coloca aceite en un sartén, busca la tapa de la olla y le
da vueltas a un batidor hasta que el caldo logre la consistencia
deseada. De milagro, Leontina, Odilia y la otra Margarita no se
topan en el mínimo espacio, mientras cada una en la suya, con
sus propias mil manos acaloradas, prepara sus recetas para el
almuerzo de ese día.