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Como si estuviera en esos tiempos, Elsa ve en sus recuerdos a
alguien que improvisa unas instrucciones. Algunos arman una
camilla, que se desmorona cuando el peso del paciente no ha sido
bien calculado, y que rehacen a la rápida, porque hay que partir
hacia Corral por los cerros. Si hay suerte, será en las ancas de un
caballo. Si no, el traslado lo harán otros hombres, en sus hombros,
hasta llegar a Quitaluto, ubicado a los diez kilómetros más lejos,
más inhóspitos y más escabrosos del mundo, donde con el favor de
Dios habrá una camioneta que completará el viaje hasta el hospital
en Corral. Si no..., mejor no pensar en si no.
Así siempre se vivió en Huape. Cuando uno desembarca en Corral,
después de un corto viaje en transbordador desde Valdivia, los
letreros turísticos aún apuntan sólo a la izquierda, precisamente
hacia Corral, hacia las playas, el fuerte y los bosques. Nada, ni
por asomo, hacia la derecha, donde el camino ahora pavimentado
se las ingenia para que el asombro de tener el mar inmenso
acompañándolo a su lado no decaiga nunca.
El cemento no le agitó la voz a la caleta. Siguen viviendo despacio,
entre las mismas familias que levantaron el pueblo, los Díaz Vera,
los Garrido, los Rivera, los Marabolí. Entre todos se las rebuscan con
la pesca y, cuando llega el verano, trabajan la luga y la empaquetan
para que se la lleven a la ciudad y la conviertan en jabones, perfumes
y champú que conocerán en otras latitudes.
Lo que sí se agitó con el cemento fue la llegada de la conectividad.
El proceso se consolidó hace un par de años cuando la antena que
se instaló en el pueblo le dio vida a internet y a los celulares en
la zona.
La escuela de Huape fue la primera en recibir esas señales. Y
también donde, decíamos, se sintieron los primeros cambios. Pero
no fue sólo en la sala o en el comedor. Fue en el patio, en un recreo,
durante un partido de fútbol.