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49

¡la

escuela

no se

cierra!

- Oiga, Lucho, pero ¿por qué la escuela está cerrada?

- Es que ya no viene nadie.

- ¿Cómo nadie?

- La semana pasada quedaban dos alumnos. Mi hijo y otro más.

- ¿Y dónde está el profe?

El auxiliar levantó los hombros, abrió la puerta y dejó que Cerda se

acostumbrara solo a la penumbra. La sala tenía unos veinte bancos,

pero sólo en dos había unos cuadernos guardados.

Se sentó. “Vas y en dos semanas clausuras la escuela”, le

habían ordenado. Era cosa de hacer el informe, recomendar que

trasladaran a los dos niños a un colegio en Arica, lo que era más

lógico y más económico, y luego cerrar el candado. Pero Cerda, que

iba de paso, con una maleta ligera, se quedó mucho tiempo en la

tiniebla, pensando, hasta que por fin pudo ver la locura que se le

había incrustado en la cabeza.

En un pueblo chico como Valle de Chaca –apenas con poco más de

cien habitantes, una sola calle de tierra y parcelas a lado y lado– la

llegada de Hugo Cerda se supo de inmediato. Entre los chaquiños

se corrió la voz de que el profesor que venía a cerrar la escuela

había enloquecido, porque, por el contrario, les estaba haciendo

clases a los dos alumnos que quedaban. A la semana, y más por

curiosidad que por ganas, ocho niños habían llegado a la sala de

Cerda. Ocho niños y una señora, que todos los días se sentaba al

fondo de la sala sin decir una palabra. Extrañado, en un recreo le

preguntó al auxiliar si la conocía. Lucho volvió a subir los hombros.

“Parece que es una apoderada antigua”, le dijo.

Cuando el profesor se le acercó para conversar, ella le dijo que

estaba vigilando que los niños tuvieran clases y no vinieran, como