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Desde la carretera, donde el bus lo había dejado lejos y de mala

gana, porque ahí no había paradero y para la otra mejor avise con

tiempo, oiga, el pueblo se le apareció como un pequeño descuido

del desierto, una mancha recta y verdosa asomada entre esos

cerros de arena amarillenta que en el norte siempre chocan contra

el cielo.

En la maleta, el profesor Hugo Cerda llevaba algo de ropa, otro

par de lentes, la foto de sus hijos y los papeles que había revisado

muchas veces antes de enfrentar su nueva tarea. Desde Arica, a

cincuenta kilómetros de donde lo había dejado el bus, le habían

encomendado hacerse cargo del cierre de la vieja escuela de Valle

de Chaca, que a la luz de esos papeles que llevaba en la maleta

agonizaba lenta y sin remedio.

Cerda había tomado el reto que otros profesores en Arica, más

listos o menos aventureros, habían desechado con evasivas

poderosas. La misión era instalarse un tiempo en este pueblo que

estaba acostumbrado a quedarse aislado por los derrumbes en

el camino, que no tenía luz y que pasaba sin matices entre el sol

abrasador del mediodía y la camanchaca fría que subía implacable

en el anochecer hacia el altiplano. A él, el panorama le pareció

divertido. Con hijos hechos y derechos haciendo su vida en Arica y

ya separado, lo peor que le podía pasar en ese 2003 era tener que

quedarse aquí más de la cuenta (“un par de semanas para resolver

el problema”, le habían dicho), rearmar la maleta y salir a hacer

dedo a la carretera hasta que un bus o un camionero se apiadara y

lo devolviera a la ciudad.

Pensaba en eso cuando ese lunes llegó caminando hasta la escuela.

La casa que lo recibió, pintada de blanco y negro, se descascaraba

mientras Lucho, el auxiliar, porfiaba con el candado de la puerta.

Los papeles que llevaba en la maleta ya le habían advertido que el

panorama sería desolador, pero Hugo Cerda no estaba preparado

para esto.

Hugo Cerda, director de la escuela Valle de Chaca,

región de Arica y Parinacota