22
a miles de kilómetros alguien reciba su mensaje, es algo que todavía
esta mujer de 78 años necesita seguir madurando con calma.
No le ha sido fácil. Aún se pilla llamando a Teresita, su hija que
vive en Rancagua, para que entre a su correo y mande por ella
los mensajes que ha preparado en un cuaderno, con esa letra
danzarina, durante toda la mañana. Pero su hija no está para ser
su niñera y la regaña, y por celular le dicta una vez más los pasos
que Amanda siempre asegura que olvida antes de enviar un mail.
“Amí esto del internet me atrae, perome asusta. Cuandome llega un
correo pidiéndome una reserva a veces me sigo preguntando cómo
diablos esa persona se enteró del hotel. ¡Entonces me acuerdo que
hasta tengo página web y todo!”, dice sorprendida, apretándose las
mejillas con las palmas abiertas.
En este aprendizaje, su hija le sigue ayudando desde Rancagua
con la organización de las reservas. “Tener un orden en las fechas
es una bendición. Mi hija me apoya con el calendario y así sé
perfectamente los días en que puedo aceptar nuevos pasajeros”,
dice Amanda.
Lo que viene ahora, en este lento amor con la conectividad, ella
lo tiene clarísimo. Lo descubrió conversando con un huésped que
vino con su familia desde San Francisco, California, y que le mostró
cientos de fotos que compartía con sus amigos a través de las
redes sociales. A Amanda, eso la encandiló. Estaba navegando por
internet y, sin darse cuenta, se le estaba olvidando el miedo.
Sobre el escritorio donde recibe a sus visitas, Amanda se ajusta
los lentes para dar con una cita de “En el país de la nube blanca”,
de Sarah Lark, su libro favorito. La historia de dos mujeres que
llegan a Nueva Zelanda para vivir un destino inimaginable calza
perfecto con la trama que ella ha escrito en su propia vida. En 1965,
su padre –Rosalindo Gaete, o “Rocha”, para sus amigos– levantó