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Ni por un millón. Ni por dos. Ni por nada, nononó. Todas las veces

que le han puesto los billetes sobre la mesa, tanteando el precio que

para él tienen sus animales, Manuel Aracena ha rechazado la oferta

como si fuera una impertinencia que no merece más respuesta que

apretar su frente, marcando aún más los surcos de tantos años

entregados a merced de ese sol escandaloso de Paihuano.

Cuando le hacen la propuesta, la cabeza de este arriero funciona

como una balanza, colocando los billetes en un lado y en el otro las

ocasiones en que esos mismos animales lo han sacado de algún

apuro (“Manuel”), las veces en que cargándolos más allá del límite le

han respondido sin fallar (“Manuel, escúcheme”) y la fortuna que ha

tenido para conseguir los ejemplares precisos (“Manuel, piénselo,

es mucha plata por un animal”), para amansarlos, amaestrarlos y

criarlos en la dura vida ladera arriba que tendrán en el valle. Como

siempre, los recuerdos pesan más y deciden por sí solos. Para un

arriero como Manuel, los animales no tienen precio, tienen valor. Y

así responde a la oferta:

Nononó, maestro, no los vendo. Mis mulas no cosquillean. Les puedo

subir un viejo tocando la batería y no se van a asustar. Aguantan

más que cualquiera.

De eso la historia puede dar fe. Hace unos años, un grupo de

técnicos de Entel llegó a La Serena para determinar en qué cerro

se debían instalar las antenas que darían conectividad al valle de

Elqui. Las mediciones concluyeron que el mejor sitio era el cerro

Las Mollacas, una pirámide de piedra pegada al cielo de Paihuano,

a 92 kilómetros hacia el interior de La Serena, donde la señal

llegaría perfectamente. Claro que había unos cuantos detalles: el

punto en que debía instarse estaba en la ladera más inclinada, a

dos mil 600 metros de altura, en una pared que de día irradia el

calor sofocante que atraviesa el valle, pero que de noche sólo sabe

de viento y de frío. Entonces, no era cosa de llegar e instalarse. Ni

siquiera los helicópteros podrían hacer todo el trabajo. Para montar

las estructuras, había que encontrar a alguien que subiera al cerro,

pero sobre todo que lo conociera y lo respetara.

Manuel Aracena, arriero de Paihuano, región de Coquimbo