TODO CHILE COMUNICADO

90 cuatro horas de navegación por los canales del archipiélago de Los Chonos desde Puerto Chacabuco) con la frecuencia acostumbrada. Ya no encandilaban los brillos de la bonanza vivida allá por los ’60 cuando las conserveras se habían instalado con fuerza para extraer y exportar jaibas, erizos, centollas y tanto otro marisco a todo el mundo y que habían hecho que la población de la caleta se quintuplicara en cosa de meses, arribados desde las islas aledañas atraídos por el esplendor. Pero el ritmo de esa pesca acabó muy pronto con lo que el mar les podía entregar. Entonces, aparecieron los candados, la decepción y la cesantía. Rosalba Güenteo tenía 14 años cuando trabajaba en la conservera Ancla desconchando mariscos. Había estudiado hasta cuarto básico en la misma escuela en la que hoy y desde hace 37 años trabaja su marido y la que tuvo que abandonar porque la plata no alcanzaba para comprarle los útiles. Era la menor de nueve hermanos. Tenía tres años cuando su madre, viuda, había dejado la isla Maga buscando trabajo en la caleta. No se lo dieron, porque estaba envejeciendo (Rosalba nació cuando ella tenía 51) y la vida dura la estaba dejando sin fuerzas. No había de qué preocuparse, mamá, le decía ella, porque con su trabajo podía mantener la casa. Hasta que se quedó en la calle. Cansado de tantas historias inconclusas, de tener que entretenerse escuchando la radio a pilas por donde sólo se colaban las conversaciones de los barcos de pasajeros que navegaban por los canales, el padre Ronchi apareció un día por la caleta cargando su propia cruz. Casi todo el pueblo lo acompañó esa mañana hasta el cerro más alto donde, sudoroso y enojado, incrustó la antena con fuerza. Nadie sabe cómo se la había conseguido y nadie se atrevió a preguntarle. Sólo él alzó la voz para pedirles a unos parroquianos que fueran hasta su casa y encendieran la tele. “¿Se ve?”, gritó desde las alturas. “Sííí, padre”, le respondieron desde la tierra, “aunque todos hablan como mexicanos”.

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