TODO CHILE COMUNICADO

48 Desde la carretera, donde el bus lo había dejado lejos y de mala gana, porque ahí no había paradero y para la otra mejor avise con tiempo, oiga, el pueblo se le apareció como un pequeño descuido del desierto, una mancha recta y verdosa asomada entre esos cerros de arena amarillenta que en el norte siempre chocan contra el cielo. En la maleta, el profesor Hugo Cerda llevaba algo de ropa, otro par de lentes, la foto de sus hijos y los papeles que había revisado muchas veces antes de enfrentar su nueva tarea. Desde Arica, a cincuenta kilómetros de donde lo había dejado el bus, le habían encomendado hacerse cargo del cierre de la vieja escuela de Valle de Chaca, que a la luz de esos papeles que llevaba en la maleta agonizaba lenta y sin remedio. Cerda había tomado el reto que otros profesores en Arica, más listos o menos aventureros, habían desechado con evasivas poderosas. La misión era instalarse un tiempo en este pueblo que estaba acostumbrado a quedarse aislado por los derrumbes en el camino, que no tenía luz y que pasaba sin matices entre el sol abrasador del mediodía y la camanchaca fría que subía implacable en el anochecer hacia el altiplano. A él, el panorama le pareció divertido. Con hijos hechos y derechos haciendo su vida en Arica y ya separado, lo peor que le podía pasar en ese 2003 era tener que quedarse aquí más de la cuenta (“un par de semanas para resolver el problema”, le habían dicho), rearmar la maleta y salir a hacer dedo a la carretera hasta que un bus o un camionero se apiadara y lo devolviera a la ciudad. Pensaba en eso cuando ese lunes llegó caminando hasta la escuela. La casa que lo recibió, pintada de blanco y negro, se descascaraba mientras Lucho, el auxiliar, porfiaba con el candado de la puerta. Los papeles que llevaba en la maleta ya le habían advertido que el panorama sería desolador, pero Hugo Cerda no estaba preparado para esto. Hugo Cerda, director de la escuela Valle de Chaca, región de Arica y Parinacota

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