TODO CHILE COMUNICADO

38 unos cuantos bidones de agua a medio llenar, arena, palas y lo que sirviera para ayudar al carro bomba del pueblo que quién sabe si estaba cargado. Apenas entraron a la bahía, los hombres se tiraron al mar apurando el paso. El fuego ya se había comido unamanzana completa y seguía con hambre, amenazando con subir por las calles empinadas, por donde el carro de los bomberos –cargado esa misma mañana como prueba de que los dioses existen– habría tenido que hacer mil maniobras para poder acomodarse. Por fortuna, no hubo muertos, pero el incendio aprovechó las tejuelas, las casas de madera, las bencinas y las pinturas guardadas en cualquier parte, para arrasar con cuatro cuadras enteras. Bernardita (o más bien Berna, porque acá en Puerto Aguirre todo el mundo se conoce por el apodo) no se olvida de esa noche, como tampoco con los años se ha olvidado de los otros incendios en Fueel silenciodeesamadrugadael que trajo–nítidos,interminables– los gritos desde el otro lado de la isla. También el humo. También el fuego. El incendio en Puerto Aguirre se había desatado con esa furia vengativa que castiga los descuidos y los convierte en la desgracia que podría haberse evitado. En ese tiempo, Bernardita Barrientos vivía en Caleta Andrade, en ese otro lado de la isla donde los gritos, la humareda y las llamas se veían mezclándose en el cielo negro del invierno, demasiado cerca, a pesar de los tres kilómetros que la separaban de la tragedia. Esa noche, Julio César Gallardo, su marido, estaba de turno en el internado del colegio y recién se enteró del alboroto cuando su mujer y varios vecinos le golpearon la puerta una, dos, mil veces, ¡despierta Checho, despierta, hay que sacar el bote, hay que ir a Aguirre, hay que apagar ese incendio! Con más gente de lo debido y con menos de lo querido, el bote de Checho zarpó proa bien arriba hacia Puerto Aguirre, llevando Bernardita Barrientos, dueña de una pensión en Puerto Aguirre, región de Aysén

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