Chile desde el Aire
una excepcional pureza sanitaria y permiten el cultivo de frutas y hortalizas hoy de exportación. La saludable “dieta mediterránea” se asienta en plenitud en esta zona, con todas sus virtudes. Desde el avión se ven las tierras llanas, y ahora también las laderas coloni- zadas por viñas verdes en el verano, doradas en otoño y desnudas en invierno. Los valles de Curicó, Teno, Lontué, Mataquito, también han ido cambiando sus cultivos tradicionales –trigo, alfalfa, lentejas-, por frutales de exportación cuyos packing, de gran volumen y brillantes cuando son de cubiertas metálicas, mar- can el nuevo paisaje. Clásica es la agraria cuenca del Cachapoal, la de ciudades como SanFernando y Santa Cruz, zona que sufrió los grandes incendios del verano de 2017, cuyas heridas todavía se divisan desde el aire. Le sigue la cuenca de Rancagua –entre las angosturas de Paine y Pelequén-, con su ciudad mayor de ese mismo nombre. Siguiendo hacia el norte aparece la cuenca del Maipo Mapocho, la más po- blada del país (cerca del 40%), con la capital en Santiago. Desde el aire pareciera que está junto a la Cordillera de los Andes, trepando sus faldeos, pero también llegando al otro lado hasta la Cordillera de la Costa, ocupando todo suelo llano posible. Es una megápolis que parece haber devorado a su valle matriz. Se extiende como musgo en la piedra, o maleza en potreros abandonados, en texturas que brillan al sol, en especial hacia el oriente de la ciudad donde emergen las torres de altura. Gigantesca en tierra, no es lo mismo desde el aire; es uno más de los valles de Chile Central, solo diferente por ser el que más área ha ocupado en su cuen- ca. El que más ha perdido su paisaje original. En el viaje aéreo, es un punto más en la larga vastedad de Chile. En los valles centrales, Colchagua, Cachapoal, Maipo, se ven alineados los viñedos más extensos de Chile, base fundamental de la etnovinicultura y sus mostos que recorren el mundo. El río Maipo se ve serpentear hacia la costa pasando por Talagante y Melipilla; río portador de la historia, el que ha visto cambiar el mundo colonial ganadero por los trigales del siglo 19, luego la indus- tria láctea en el siglo 20 de célebres quesos y mantequillas, y ahora los frutales. La agricultura y la ganadería de Chile Central son las que sustentan la ma- yor gastronomía, desde los piños de vacunos a los trigales, las plantaciones de papas y tomates, las granjas avícolas, las piaras de cerdos, incluso las cabras que aparecen en las zonas de tierras menos fértiles, las mismas donde se ven numerosos los tunales y olivares. Toneladas de alimentos que se ven avanzar en camiones hacia la capital, ex- tensiones agroindustriales para alimentar a los millones de seres humanos con- centrados en Santiago de Chile, o para llevar sus productos destinados a otros países. El horizonte, “Chile, potencia alimentaria”, se sustenta en la fertilidad de este Chile Central, una de las zonas privilegiadas del planeta para la producción de frutas y hortalizas. Es un patrimonio natural, como los del norte de Italia, partes de Grecia y Es- paña, el valle de California. La expansión de las ciudades de este Chile central parece detener, contener y limitar el potencia alimentario. Casi todo se embarca en los puertos de Valparaíso y San Antonio, ambos con cerros costeros que los contienen con dureza y que ya han sido ocupados, es- pecialmente en el Valparaíso con sus más de 30 cerros urbanos unidos al plano por funiculares y escaleras. Los más valiosos fueron declarados, por su tramada y trepadora arquitectura urbana, Patrimonio de la Humanidad. Puerto del Chile Central, casi en la latitud de Santiago, fue su bahía el prin- cipal encuentro del país con el mundo. Tras la libertad de comercio de la Inde- pendencia, desde aquí saldrán los barcos para abastecer a Australia y Nueva Zelanda, California y Liverpool, o Burdeos, en gran parte a través de casas co- merciales inglesas. Fue la principal ciudad chilena del siglo 19, la pionera en ban- cos, compañías de seguros, telegrafía y telefonía, industria pesada, la primera que se abrió a la modernidad. En sus calles se oían palabras de múltiples idiomas, sus bares y restaurantes estaban entre los más animados del mundo; fue por entonces “puerto princi- pal” del Océano Pacífico, alineado con San Francisco, Yokohama y Sidney. Con varias universidades, sus estudiantes y académicos han mantenido su vitalidad abierta al mundo, inquisitiva, aunque la apertura del Canal de Panamá, hace poco más de un siglo, le haya significado un golpe casi mortal. Tras un ciclo de decadencia, la apertura de Chile al comercio exterior multiplicó el número de naves que llegan y se van a todo el mundo, a lo que se suma el interés turístico de extranjeros y cruceros que lo incluyen en sus itinerarios por su aura mítica, puerto de leyenda. A su lado, Viña del Mar comenzó con su barrio industrial, de cuando llegó a fabricar locomotoras y submarinos, pero los ensueños locales europeos, inspi- rados en Biarritz y Cannes, produjeron su transformación en ciudad balneario. Familias inglesas y alemanas alentarían el cultivo de sus jardines, las exposicio- nes de flores, las excursiones en busca de insectos. El desarrollo de la fotografía y la llegada de automóviles favorecieron la cultura del week-end, la libertad de desplazarse libremente para “descubrir” rincones cercanos, deshabitados, de naturaleza intocada que registrarían en sus pioneras fotografías. Más al norte o al sur de los dos puertos más activos de Chile, los cerros se ale- jan del bordemar y aparecen planicies costeras algo más generosas, de unos 15 a 20 kilómetros de ancho, las que han permitido la aparición, hoy casi continua, de varias otras ciudades balneario donde se concentran miles de veraneantes en vacaciones y fines de semana largo.
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