Chile desde el Aire

Campos extensos y pequeñas huertas se enriquecieron con un comer y beber que alentaron la sociabilidad y la esta, el canto y el baile, fuentes de un sentimiento profundo por esta tierra que, por ser la más poblada de indígenas y españoles, es considerada la cuna de la cultura propia, la del Chile profundo. ntre el Canal de Chacao y el Valle de Elqui, en cuyas cercanías se anuncian los desiertos del norte, se en- cuentra el corazón del territorio nacional. Es la zona templada, la más habitada, la que acogió el número mayor de ciudades y pueblos. Es el espacio clásico del campo chileno, el de las costumbres típicas, más sim- bólicas del mestizaje nacional. Con sus estaciones bien marcadas y claras diferen- cias entre noche y día, es uno de los ámbitos privile- giados del hemisferio sur para el habitar humano. Sus suelos, enriquecidos por cenizas volcánicas acumuladas por millones de años, permitieron que aquí se dieran todos los productos del mundo mediterráneo, tanto en hortalizas como en frutas. Gracias a esa calidad ambiental surgió una agricultura variada, y de ésta nació la gastronomía saludable y sabrosa, cuyos espárragos y alcachofas, frutillas y cerezas, hoy se transportan a países de todos los continentes. Campos extensos y pequeñas huertas se enriquecieron con un comer y be- ber que alentaron la sociabilidad y la fiesta, el canto y el baile, fuentes de un sentimiento profundo por esta tierra que, por ser la más poblada de indígenas y españoles, es considerada la cuna de la cultura propia, la del Chile profundo. La mirada de Guy, desde lo alto, nos lleva a contemplar lo realizado. Esta es la parte nuclear de Chile, la más transformada por el ser humano, porque en casi toda imagen vemos nuestras huellas, profundas; estos paisajes son nuestra creación. Aunque al recorrerla se vea como un solo y mismo paisaje, que avanza desde el Canal de Chacao hacia el norte entre las dos cordilleras -de los Andes y de la Costa-, visto desde el avión se advierte que esconde, entre cerros y cadenas montañosas, innumerables quebradas y rinconadas. Temprano descubrieron este Chile los primeros pobladores americanos. En Monteverde –al interior de Puerto Montt- aparecen restos de asentamientos de 15 mil y más años atrás, lo que hace de esta zona una de las fundacionales del Nuevo Mundo. Según varios autores, sería la más antigua de todo el continente. D E C H A C A O A L M A I P O M A P O C H O Una de las razones, ade- más del clima moderado, es el bordemar. Rico en peces y mariscos gracias a la Co- rriente de Humboldt, bien dotado de algas comesti- bles de varias especies, es un medio muy generoso. El lado oriental es el de las montañas andinas, entre cuyas araucarias de nutritivos piñones encontraron su hábitat otros grupos, los que dieron origen a etnias tan diferenciadas como las pehuenche, puelche y te- huelche; en medio, en el Llano Central, los huilliche ocuparon la zona de los gran- des lagos entre el río Toltén y el Golfo de Reloncaví, mientras más al norte, del Toltén al Itata, se radicó la nutrida etnia mapuche, la más numerosa. Más al norte, con la misma lengua y cosmovisión, les seguirán -en un escena- rio menos boscoso y más soleado-, los pikunche; que se extendieron hasta el río Choapa, ya en la zona de los oasis transversales que se dividieron con la etnia diaguita. Todos ocuparan ámbitos diferentes, gracias a sus trueques complementaron herramientas, alimentos e incluso atuendos; los andinos orientales entregaban la dura obsidiana a los costeros, los que a su vez tenían pescados y mariscos para entregar a cambio. Aunque los del sur estuvieron favorecidos por la riqueza de sus bosques, que les aportaban miel y frutos, hierbas medicinales y hongos comestibles, los huertos y ganadería auquénida fueron constantes a lo largo de todo este gran territorio. Los más sureños hicieron su vida en torno a los lagos, pero en el núcleo más habitado fueron gente de ríos. En las riberas del Toltén, el Cautín, el Biobío, el Laja, el Itata, ocupando fértiles vegas fluviales o desplazándose río arriba y río abajo para el trueque, los cursos de agua fueron su referente, desde el nacer al morir, desde el momento del parto al rito funerario. Es el agua la que los comunica con los cielos y acerca a los espíritus, el agua sagrada de las cascadas, de la lluvia que baja purificadora de los cielos, de las vertientes, arroyos y ríos junto a las cuales viven, con las que se purifican. Desde el avión, Guy contempla el círculo del agua de su cosmovisión. Efecti- vamente, se ve la nieve en las altas cumbres a la derecha, desde ella el descenso de las aguas al Valle Central, y finalmente su ingreso al océano en que marca su presencia con suaves tonos diferentes en torno a la desembocadura. La especialización de los asentamientos humanos, en función de los am- bientes, enraizó a cada grupo; en la costa, el llano o la montaña. Nunca surgió una fuerza expansiva y aglutinadora que los empujara más allá de su medio, ni hubo un proyecto político y guerrero que ampliara su espacio vital. Más bien, cada grupo se preparó para defenderlo, llegado el caso. Sin aventuras imperiales, entonces, no dejaron grandes huellas en el paisaje. Su asentamiento básico era un caserío de unas 10 rucas en las que habitaban unas 300 personas, relacionadas a un mismo antepasado y bajo la autoridad de un lonko o cacique (o cacica), unidad llamada lov. Varios clanes conformaban un Aillarehue o tribu. Separados los pehuenche andinos de los mapuche de los ríos y llanos, y éstos de los lafquenche que eran gente de bordemar. La agrupación total de Aillarehues de la Butan Mapu (Tierra Grande) se arti- culó sólo ante invasiones externas y para batallas específicas. Terminado el de- E Z O N A C E N T R O 76 | 77

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