Chile desde el Aire
españoles recelosos desde entonces; ante tan intrincada geografía, de islas y canales, era imposible saber si habían dejado una colonia inglesa establecida. No pudieron asegurarlo, nunca. En el siglo 17 los buscadores de “La Ciudad encantada de los Césares” fue- ron los más tenaces; ellos entraron y recorrieron la zona, trazando mapas y descubriendo, por primera vez con ojos de hombres blancos, estos paisajes. Siempre se buscó El Dorado, esa ciudad donde las calles estarían pavimenta- das de oro, la de la Fuente de la eterna juventud. Año clave es el de 1619, cuando el gobernador de Chile, Lope de Ulloa, envía dos grandes expediciones en busca de la ciudad encantada. Parecía decidido a dar con ella, de una vez por todas, segurísimo que estaba cerca de la latitud 47 Sur. Un grupo se internó hasta descubrir el Lago Nahuel Huapi, mientras el otro avanzó entre islas por los archipiélagos, con el concurso de los expertos canoeros chonos, ágiles ellos en sus dalcas diseñadas para navegar en esas aguas. Pero, no apareció la Ciudad de los Césares. Quien más exploró la zona fue el jesuita Nicolás Mascardi, matemático y astrónomo, misionero de Nahuel Huapi desde donde evangelizó a pehuen- ches y puelches durante cuatro años. En la tercera de sus expediciones, en 1673, un grupo tehuelche, rival de quienes lo acompañaban, le dio muerte con boleadoras y flechas. Nada detenía a los soñadores. El general Antonio de Vea partirá en 1675, con 100 infantes, 14 artilleros, 36 marineros y 20 grumetes, con provisiones para ocho meses; rastrearon las riberas del Canal de Moraleda hasta llegar a la Laguna San Rafael. Su valiosa Carta Hidrográfica de la Costa de Isla de Chonos se conserva en un museo de Lima, una más entre todas las que se trazaron en cada expedición. El centro operativo de los españoles se había radicado en la Isla Grande de Chiloé, tanto en San Carlos de Ancud - puerto principal-, como en Castro. Territorio estratégico, fue fortificado para controlar el paso de eventuales pi - ratas, temor bien fundado ya que, efectiva y finalmente, el corsario holandés Baltazar de Cordes logró, el año 1600, apoderarse de Castro. La economía austral comenzó a despertar en ese siglo 17, por la llegada de docenas de barcos desde Estados Unidos, tras la caza de cetáceos y mamífe- ros marinos ricos en aceite y gruesos cueros. A gran escala, esta industria hizo prosperar los primeros poblados de la costa oeste de Estados Unidos, desde donde se distribuía el aceite para las lámparas de la época. En los años ya cercanos a la Independencia, se criticó en Chile esa masiva matanza de mamíferos marinos, a lo largo de más de un siglo, lo que nada aportaba al país más que la continua merma de su fauna mayor. El propio Libertador Bernardo O’Higgins tendrá una clara visión estratégica de la zona, igual que Pedro de Valdivia; es sabido que su última palabra, antes de morir, fue “Magallanes”. El presidente de la República por entonces, Manuel Bulnes, comprendió la urgencia de asentar la soberanía nacional frente a las presiones de las poten- cias europeas, y al año siguiente funda el Fuerte Bulnes en el Estrecho, el que en 1848 se traslada a un lugar mejor, donde ahora está Punta Arenas, justo entre los bosques magallánicos y las pampas llanas. El lugar tendría uso de presidio hasta 1867, cuando el Presidente José Joaquín Pérez otorga facilida - des para la instalación de colonos y declara a Punta Arenas puerto menor y libre de aduanas. Las goletas balleneras y loberas comenzarán a abastecerse en su comercio incipiente, y el creciente tráfico de barcos activará la aparición de bares, carni- cerías, casas de importación y demás, todo lo propio de una ciudad emergente. Hasta que apareció el oro en las arenas de los ríos… El marino Ramón Serrano Montaner, el mejor hidrógrafo de la época, al hacer levantamien- tos de los cursos de agua advirtió los yacimientos auríferos que generaron una fiebre de oro que, paralela a la Klondike en Alaska, atrajo a cientos de aventureros de diversas nacionalidades, especialmente europeos –un tercio fueron de origen croata-, entre 1889 y 1903. Pronto, en 1898, Punta Arenas será la primera ciudad chilena con luz eléctrica, mismo año en que inaugura el servicio telefónico.
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