Chile desde el Aire
Huasco, en la desembocadura de ese río, con su puerto y tranquilo balneario, ha sido desde siempre lugar de entrada y salida de máquinas y minerales de la minería de Atacama. Se precian los lugareños diciendo que de ahí mismo salió, en 1589, el primer embarque de cobre al mundo, en un velero de la Corona es- pañola. Este mineral es el más abundante de la zona, y desde la Independencia es exportado a países de todos los continentes. Los filones y yacimientos atrajeron al ser humano y lo forzaron a adaptarse al medio, para extraer esa riqueza. Pero, aunque rica en cobre y también en oro, es la plata la que marcó el destino de la ciudad mayor de Atacama, Copiapó. Es ciudad puerta de ingreso hacia el desierto absoluto, el de Antofagasta y Tarapacá, el que continuo y sin tregua avanza de aquí al norte por cientos de kilómetros hasta la frontera con Perú; es, en palabras de Charles Darwin, “una barrera más infranqueable que el más terrible de los mares”. Fundada al interior de un oasis que con el tiempo fue desapareciendo, tanta era su vegetación -en contraste con la sequedad de la zona-, que los españoles la llamaron San Francisco de la Selva de Copiapó. Fue el inmenso mineral de plata de Chañarcillo el que generó una verdadera fiebre y la llegada de extranjeros, a partir de 1832, lo que enriqueció sus calles principales con casonas de madera de elegante carpintería. Familias poderosas –Matta, Gallo, Goyenechea-, la favorecie- ron con teatro, catedral y escuelas que le dieron presencia urbana. Al decir de Julio Heise en su historia de la organización de la República, la clave de la prosperidad y desarrollo de la economía nacional tienen su origen en esa plata de Chañarcillo, explotada entre 1830 y 1860. Una vez que desapareció, fue el turno del cobre. Caldera, Chañaral y Taltal na- cen con muelles, puertos de embarque para llevar el rojo mineral hasta Europa. Mineral abundante, adentrado el siglo 20 se hizo visible en yacimientos que die- ron origen a nuevas ciudades mineras, Potrerillos y El Salvador, las que cuentan además, en sus cercanías, con varias de las principales minas de hierro del país. Ahora último el paisaje ha cambiado, se percibemás suave debido a los parronales y frutales plantados para la exportación, los que trepan los mismos cajones cordillera- nos por donde entrara Diego de Almagro al territorio, el llamado descubridor de Chile. Arriba, la cabeza del volcán más alto de Chile, el Ojos del Salado, domina el paisaje con sus cerca de 7 mil metros. Más al norte, el desierto de Atacama, calificado como el más árido del plane- ta. El desierto como lugar y experiencia del vacío, del silencio y lo irreal; como si todo fuera espejismo. Un espacio de desnudez y sinceridad, de disciplina, si se quiere sobrevivir a su desafío. Él destruye los artificios, lo falso; le gusta lo ho - nesto aunque sea mínimo. Así es su flora, de semillas humildes que están años ocultas y estallan apenas llega algo de humedad, para que se ilumine el paisaje del desierto florido. Las alturas andinas se elevan, impasibles. El mítico volcán Licancabur, tutelar de los lican antai -la etnia del desierto, también llamada atacameña- , domina el escenario. Aunque sus 6 mil metros son imponentes, y logran acumular una capa de nieve que alimenta hilos de agua, ésta se infiltra y desaparece apenas baja a la Depresión Central. Permite la vida de los poblados precordilleranos, pero no logra el cruce; salvo, como si fuera un gran reptil visto desde lo alto, el milagroso río Loa. En la región de Antofagasta, la transparencia del aire y el cielo nocturno con sus millones de estrellas -que parecen cercanas-, atrajeron a varios de los mayores observatorios astronómicos del planeta, como Paranal y el Eu- ropean Extra Large Telescope. Desde el aire, sus instalaciones parecen llega- das de planetas lejanos altamente tecnificados. En vuelo nocturno, brillan a la vista del avión. En otros siglos el protagonista fue el nitrato, del que quedan grandes ruinas oxidadas que, en algunos casos, son Patrimonio de la Humanidad; huellas de un pasado industrial a gran escala, en un desierto remoto. Su historia es un símbolo de la zona y se encarna en José Santos Ossa, el que, al igual que tanto atacameño, a los 16 años ya era explorador minero. Des- de Cobija, modesta caleta boliviana por entonces, anduvo tras el guano, el cobre y el oro, pero su destino fue el salitre. Tras subir a La Paz a acordar derechos y deberes, llegó a una caleta que, por sus empresas y las de otros chilenos, llegó a ser el puerto de Antofagasta; una gran ciudad en la costa del desierto. Ossa Z O N A N O R T E 180 | 181
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