Chile desde el Aire
Tierra adentro había un mundo escasamente po- blado, el de los altos y es- beltos selknam, notables cazadores de pies ligeros y pasos inaudibles. Los eu- ropeos los llamaron pata- gones y de ahí el nombre de Patagonia. No están en las fotos de Guy, porque nada queda de ellos. Ahí, apenas, adivinamos sus presencias ausentes. Y son ellos, precisamen- te, los misteriosos sobrevivientes de cuando nació este mundo, los últimos testigos del Génesis, de nuestro origen. Fueron sistemáticamente perseguidos por un hombre europeo que, tal vez, así dio muerte a los únicos que no habían olvidado de dónde venimos, los que todavía recordaban el paraíso perdido de cuando el ser humano era uno con la flora y uno con la fauna, parte del mismo mundo. Sus místicos, los jon, meditaban al aire libre, en el viento frío, cubierto su cuerpo de aceites, horas de horas con sus ojos cerrados, evocando tal vez el amanecer del mundo. Ya no lo sabremos, sólo el arte puede acercarse para ver si quedan se- ñales todavía, algún signo oculto en el paisaje, en el silencio de ese viento que no ha dejado de venir. A veces nos descubrimos, mirando las fotos de Wenborne, adivinando algo. Deseando que ojalá, algunos al menos, hayan logrado alejarse, y estén ocultos todavía, como habitantes de sus últimos santuarios naturales. Algunas teorías postulan que ya habitaban la Tierra del Fuego cuando ésta no era una isla, todavía no separada de la masa continental. Habrían padecido los cataclismos finales de la Edad de los Hielos, fenómeno que hizo subir las aguas y dio forma a la despedazada geografía actual, quedándose esos sobre- vivientes en una Tierra del Fuego ya aislada. Sólo el arte puede acercarse para ver si quedan señales todavía, algún signo oculto en el paisaje, en el silencio de ese viento que no ha dejado de venir. A veces nos descubrimos, mirando las fotos de Wenborne, adivinando algo. Deseando que ojalá, algunos al menos, hayan logrado alejarse, y estén ocultos todavía, como habitantes de sus últimos santuarios naturales. Sus mitos describen las olas gigantes que los separaron, y rinden home- naje a los santuarios que ellos ahí sacralizaron; las cuevas de Fell junto al río Liaike, el mirador de Tres Arroyos que deja ver cientos de kilómetros a la redonda, el profundo y misterioso Cañadón de la Leona junto a la Laguna Blanca, la Laguna de Tom Gould y el Lago de Toro que desagua en el río Serrano, junto a las Torres de Paine. Todo lo hermoso fue visto, venerado, cuidado por ellos. Otros autores aseguran que el hombre sólo ingresó tras la última glacia- ción, por pasos terrestres que bordeaban los antiguos lagos glaciales, cuan- do se hicieron más benignas las condiciones del clima. Que milagrosamente aprendieron a sobrevivir junto a los lagos profundos, en ese paisaje de prístina pureza, de traslúcidos glaciares y témpanos. Los cazadores selknam celebraban sus ritos de iniciación cuando las aguas del mar hacían varar un gran cetáceo en la costa, lo que era un mensaje. Por- que las ballenas eran, precisamente, las interlocutoras entre los dioses y los hombres. Ellas, entonces numerosas, hacían audible el silencio luego de cada chorro sonoro de sus blancos surtidores de agua, agua blanca y elevada al cielo desde sus lomos tersos y relucientes. Parecen lejanos los indígenas, pero a veces aparece algún sobreviviente. Gracias a Dios, y no al hombre. Estos paisajes, en su plenitud poética, fueron dados a conocer en Europa por John Byron, el abuelo del célebre Lord Byron. Talentoso como el nieto literato, sus imágenes hicieron soñar a miles de europeos. Como cuando escribió que no podía dormir porque eran tantas las majestuosas ballenas, cada una respirando con sus sonoros surtidores de agua, miles de ellas, que era imposible dormir. Su libro, “El naufragio de la fragata Wager”, bestseller en su época, fue leído por dos chilenos hace pocos años. Y siendo ambos grandes remeros – Ricardo Vásquez, campeón nacional de canoísmo, y su hermano Rodrigo- decidieron seguir la ruta de los chonos, los indígenas que habían salvado la vida a Byron y sus acompañantes; una etnia que vivían algo más al norte que los anteriores, llegando hasta Chiloé.
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