Chile desde el Aire
Z O N A N O R T E El avión hace visible lo complejo de esta zona, diferente al resto del Chile sur central. Aquí los cerros penetran, se traslapan, a veces se orientan hacia el norte y no hacia la costa, dejan aparecer pequeños valles “atravesados” e incluso brazos cordilleranos que unen las dos cordilleras. l valle de Aconcagua era, para los incas, el mejor del te- rritorio. La médula de todas estas tierras. Es aquí don- de se encuentran las vegetaciones, complementadas, donde es mejor la proporción de sol y lluvia y más alta la moderación del clima. El ambiente más paradisíaco. El adelantado Diego de Almagro, quien tanto su- friera en las costas selváticas de Sudamérica y en los áridos desiertos peruanos, tentado estuvo de quedarse aquí para no moverse más. De haber permanecido en Chile, tal vez la capital nacional estaría en Aconcagua. Escribió el naturalista Charles Darwin, en sus memorias, tras recorrerlo en los primeros años de la República: “Quien fuera que llamó a Valparaíso “valle del Paraíso” debió pensar en Quillota”, refiriéndose a su inicio viniendo de la costa. Desde lo alto del Cerro La Campana, donde encontró esbeltas palmas chile- nas, que habitan hasta los 1300 metros de altura, Darwin logró dominar la mejor vista de la zona, entre los Andes y el Pacífico. Los tonos varían entre el mar y la cordillera; hasta donde llegan las brisas marinas, la vegetación es más húmeda y verde. El avión, para Guy, permite recobrar la perspectiva del naturalista inglés. Limarí, Choapa, Petorca, La Ligua y Aconcagua -cinco cuencas alegres, luminosas- cuentan con sendos ríos que logran romper la rocosa resistencia de la Cordillera de la Costa y, atravesándola, llegar al mar. Son cursos de más de 100 kilómetros de largo, y aunque sean pequeñas algunas de sus cuencas, alimentan miles de hectáreas agrícolas. Estas no han dejado de aumentar, ya que el riego por goteo les permite trepar ahora las lade- ras de los cerros, con miles de hectáreas de paltas especialmente, a veces con cortes violentos y artificiales de la línea de cerros. Desde lo alto captura Wenborne el orden cuadriculado de sus feraces potreros, sus verdes y amarillos variados, verdes que llegan hasta un tono esmeralda. Co- rren las aguas en delgadas líneas que son acequias, dividiendo las propiedades. El avión hace visible lo complejo de esta zona, diferente al resto del Chile sur central. Aquí los cerros penetran, se traslapan, a veces se orientan hacia el nor- te y no hacia la costa, dejan aparecer pequeños valles “atravesados” e incluso brazos cordilleranos que unen las dos cordilleras. Desde la altura, la zona costera se ve nublada con frecuencia, antes del me- diodía, en tanto al interior, desde el amanecer, la azul transparencia deja a la vista un sol dorado y constante. Aunque el norte tiene sus variantes, hay un modelo que se reitera, a todo lo largo; una ciudad interior que nació como centro de operaciones mineras, a veces en pleno desierto, y su par en la costa, su puerto de embarque. Como Andacollo con salida en Coquimbo, a la salida del Valle de Elqui. Alguna vez contó Gabriela Mistral, primer Premio Nobel de Chile, que ella necesitaba de ambos; de su silencioso rincón interior en el Elqui natal, y del bullicioso mundo del puerto. De joven, cuando se sentía enclaustrada por los cerros, partía a respirar a Coquimbo, ante el mar y lo azul, las sirenas de barcos y las lejanías que le dilataban el espíritu. Pero, luego, sentía la imperiosa nece- sidad de volver a lo suyo; al ambiente sereno valle adentro. Complementario. De aquí al norte ya se despliega el semiárido desierto, cada vez más seco. Por siglos, aventurarse de aquí al norte fue un riesgo. Tal vez por lo mismo, La Serena, en el borde sur de este territorio, tiene una calidez seductora, cuyo símbolo es una fruta fresca y dulce, la papaya. Hasta los piratas sabían que aquí había un límite, una última oportunidad de aprovisionarse antes de salir al despoblado, a las millas que se recorren sin llegar a ninguna parte habitada. El vecino puerto de Coquimbo siempre tuvo movimiento, porque durante los siglos coloniales, y hasta bien adentrada la República, era más seguro navegar que internarse en los desiertos. El lugar es valioso entonces, y desde siempre; junto a la desembocadura de un río con caudal, el Elqui, y a las ricas minas de oro de Andacollo. Construida en terrazas, la ciudad de La Serena es, además, un privilegiado mirador del Océano Pacífico. Separada por cientos de kilómetros de toda otra ciudad importante, la zona aprendió a ser autónoma. Creció diferente, con sus torres de iglesias de piedras traídas de canteras cercanas, armadas en madera del milagroso oasis de Fray Jorge. Este es una bendición, derivada de las neblinas costeras que lo humede- cen todo el año. El fértil Valle de Elqui, de aquí al interior, se ve desde el avión como una ranu- ra verde que serpentea entre hoscos cerros pétreos. También es un oasis, de for- ma longitudinal. Hasta 27 pequeños poblados llegó a tener, todos con huertas mínimas que son las mismas hace siglos, de mucho antes de la llegada de los españoles. Los indígenas locales –diaguitas- lograron crear una de las cerámicas más bellas en el sur del continente americano, lo que los caracteriza. Junto con las huertas y los viñedos de uvas pisqueras –gran producción tradicional, industria fuerte hace ya varios años-, el Observatorio astronómico El Tololo completa el escenario, instalación que llegó atraída por la perfecta claridad del aire de este valle. El Plan Serena, de mediados del siglo 20, fortaleció la imagen hispana de E D E L M A I P O M A P O C H O A V I S V I R I 178 | 179
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