Chile desde el Aire

16 | 17 Z O N A S U R Los mapas fueron imprecisos, por siglos. En esta geografía despedazada, laberíntica en sus canales y casi insondable, ¿dónde termina una isla y empieza otra, si el follaje las confunde unas con otras? l oficial Robert FitzRoy, de la Marina británica, al cono- cer el extremo austral de Chile - el primer territorio del país conocido por el hombre europeo-, sintió que ahí todavía estaba sucediendo el Génesis. La Creación, en esta parte remota del mundo, no había terminado. Ante sus ojos, en rincones que le parecieron jamás hollados por pisada humana, el vaho parecía flotar to- davía, por primera vez, sobre la superficie del planeta. Se creyó en una tierra sin historia, en un lugar fuera del tiempo, no alterado por el ser humano. Como si hubiera encontrado, sin buscarlo, el paraíso perdido. En su segundo viaje, el capitán FitzRoy trajo a un naturalista para que es- tudiara e informara, científicamente y a todo el mundo, de la prístina realidad de este “Nuevo Mundo”. Charles Darwin fue el escogido. Éste, al venir, comenzó a advertir que las especies no eran estables, ni fijas; sufrían cambios para adaptarse a cada am- biente. En las aves, por ejemplo, se transformaban sus alas, el color de sus plumas, la forma de los ojos, y nacían así nuevas variedades. El mundo entero se sorprendió al saber que, efectivamente, la vida del pla- neta es un proceso vivo, inconcluso, que se desarrolla ante nuestros ojos. Desde su avión, con sus ojos entrenados por largos años sobrevolando Chi- le, el fotógrafo Guy Wenborne nos ofrece el esplendor de un mundo primige- nio – como el Génesis del capitán FitzRoy - pero también las huellas que deja el ser humano, las que aparecen como cicatrices en el rostro de la naturaleza. No podemos dejar de pensar, y sentir con él, que tenemos una tarea por delante; la de suspender por un momento la veloz marcha del progreso y, res- ponsables de nuestros actos, contemplar y evaluar lo que estamos haciendo. Él, con sus fotos elevadas, nos invita a esa meditación. El hombre europeo – FitzRoy fue una excepción- no valoró la belleza nueva de los paisajes australes. El propio Darwin la criticará de tierra yerma, fría, deso- lada. Para él, cada huella humana en el paisaje - cuanto más civilizada mejor-, D E L E S T R E C H O A C H A C A O era un aporte al medio, a un ambiente que no le pareció muy habitable. Para Darwin, los indios canoeros locales eran el escalón más bajo de la es- pecie humana, una extraña curiosidad sobreviviente de la Edad de Piedra. Seres dignos de ser llevados, como entonces se hizo, a ferias y exposicio - nes europeas. Eran los últimos remanentes del amanecer de la humanidad, un amanecer felizmente lejano para el hombre blanco y civilizado del siglo 19. No nos debe extrañar tanta ceguera ante uno de los ambientes más va - lorados por el turismo actual, en el siglo 21. Cada ser humano mira con ojos formados en su hábitat natural y cultural, incluyendo a Wenborne. En su caso, con una mirada que se forjó en este aire, sobre esta tierra, flo- tando sobre esta agua, divisando desde lejos los pequeños fuegos que com- baten el frío ventoso y austral. Tal como lo hiciera la expedición de Hernando de Magallanes, dándole ello el nombre de Tierra del Fuego a la isla más grande. Desde lo alto, se percibe toda su grandiosidad. Los mapas fueron imprecisos, por siglos. En esta geografía despedazada, laberíntica en sus canales y casi insondable, ¿dónde termina una isla y empie - za otra, si el follaje las confunde unas con otras? Estamos en una tierra sin límites, y es lo que nos brinda la amplia perspec - tiva del avión. El horizonte siempre está más allá, lejos. Aquí no hay fronteras, sólo paisajes desplegados hasta el fin del mundo. Los indígenas, que conocían cada isla y canal, no se perdían en los labe - rintos naturales. En este medio duro, a veces hostil, la muerte de una ballena arrojada a las orillas los unía en comunidad; desde islas remotas llegaban algunos grupos y en esos días de fiesta se concertaban las parejas. Algunos vivían del mar, de la pesca, seminómades que se desplazaban en sus canoas sin dejar más trazos que los conchales derivados de su alimentación. Ésa era su única huella en el paisaje. E

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